Esa rentabilidad multicolor

El pasado domingo 23 de junio se realizó una nueva marcha del orgullo, encuentro que anualmente y hace casi dos décadas, convoca a personas, colectivos y organizaciones por en torno a una multiplicidad de demandas y estrategias que tensionan el orden heterosexual. Los nombres que tal multiplicidad adopta son irreducibles e incontables y sus demandas desbordan un reporte unificado. Sin embargo, algunas consignas han trascendido en el tiempo, desde la despenalización de la sodomía, pasando por la no discriminación y el matrimonio igualitario hasta la identidad de género y la educación no (hetero)sexista. Sin duda, el poder de trascendencia de estas consignas nos habla de los silencios y sombras que se proyectan sobre otras, y la disputa por quienes y aquello que adquiere relieve en el devenir de cada marcha, movilización y forma de protesta.

De alguna manera, la historia de esta marcha es también la historia de transformaciones en las instituciones y la normatividad sexual de la sociedad chilena, con todos los matices que esto posee a través de las generaciones y en nuestra amplitud geográfica. Transformaciones que revelan, entre otras cosas, un tránsito hacia un despliegue cada vez más visible de la diversidad, como un significante que circula, prolifera y se expande profusamente por variadas superficies. Uno de los signos de esta diversidad suele ser la bandera arcoíris, cuyos orígenes se remontan a grupos activistas de Estados Unidos en la década de los 70. Hoy, este arcoiris se despliega al compás de la diversidad, flamea en las banderas de la marcha, viste cuellos con forma de pañuelos, colorea lápices, chapitas, gorros, envuelve buses y hasta se proyecta en edificios. No es de sorprender que todos estos objetos y superficies, que se ensamblan con el cuerpo y la subjetividad, hayan sido astutamente adoptados por diversas empresas para un despliegue donde el marketing corporativo se confunde con el terreno de la política sexual.

La participación de empresas en la marcha del orgullo no es una cuestión nueva. Su presencia -especialmente notoria a través del marketing- se ha traducido en viejas y continuas discusiones respecto a la cooptación de un acontecimiento que convoca a miles de personas. Hay quienes resisten su presencia, abogando por un espíritu originario y trascendente de la marcha, cuyo carácter político resulta corrompido por el marketing corporativo. También hay quienes actúan como operadores inescrupulosos, avalados por organizaciones cuyas arcas resisten los más diversos auspicios, con el fin de abrir espacios para un placement oportuno y, sobretodo, friendly.

Razones sobran para sospechar de una esencia pre-política de los sujetos reunidos bajo el signo de la diversidad, como si la marcha del orgullo afirmara una identidad que pre-existe a formas contemporáneas de subjetivación neoliberal. Al contrario, la normalización de la diversidad y su profusión discursiva son el proceso a partir del cual se constituyen hoy esos sujetos. Por esta razón, recalibrar el punto de conflicto respecto al marketing corporativo en la marcha supone una disputa que se ubica en el plano de la normalidad y los relieves de visibilidad acaparados por los objetos y superficies del marketing. Es decir, una disputa con los procesos mediante los cuales se perpetúan y crean nuevas zonas de excepción en la visibilidad neoliberal: trans, migrantes, cuerpos seropositivos y racializados, y un sinfín de subjetividades nómades que resisten a la suscripción binaria, a muchos quienes se les rindió memoria por las necropolíticas de un orden que los arrojó a la miseria.

En los tiempos de diversidad normativa, las sombras se estiran sobre aquello que sus convenciones no aceptan. Por ello el vocabulario de las teorías de la administración y el management han incluido a la diversidad como un concepto de su diccionario. Ensanchando controladamente la retórica de la inclusión, hoy hablan de la ‘gestión de la diversidad’. Por ello, parece crítico insistir en un descentramiento de la inclusión, para develar agudamente la continua reinvención de la exclusión. Esa que establece la norma binaria y heterosexual, pero también y más recientemente una homonorma que inscribe nuevos márgenes de visibilidad y habilita un engranaje de plusvalor excluyente y de subjetivación por consumo.

Por eso, quizás todo sería más difícil para el marketing sin identidad. Sin una superficie clara donde desplegarse, sin una diversidad codificada que gestionar y una rentabilidad a obtener de sus colores claramente discriminados. Sin el propio sometimiento subjetivo con formas de individuación parcelada. Sin una empresa individual.

 

Columna de opinión publicada en RH Management

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